martes, 22 de febrero de 2022

Amnesia por Miguel Miranda

Era tan pequeño que siempre quiso habitar en un palacio. Fue su sueño más preciado. Así que pasó la vida pretendiendo ser un rey grandioso, buscando la manera de hacerse notar. Un día se propuso tener súbditos y gobernarlos. Pero pronto descubrió que, además de insignificante, era invisible: a pesar de su notable esfuerzo por demostrar que valía poco más de tres centavos, sus vasallos de ocasión no lo percibían. Parecía un enano. Entonces comenzó a juntarse con la oligarquía del barrio; hizo amistades, conoció todas sus manías y todos sus caprichos, se acostó con las hermanas de sus nuevos amigos y bebió todos sus vinos; aprendió mañas y vericuetos y cuando se sintió listo, los abandonó. Argumentó que eran malos, ladrones, hijos del cohecho. Mirando a lontananza, engolando la voz y con postura de prócer, se paró en la plaza sobre un ladrillo y le dijo al pueblo que él era el único que podría salvarlo de la inmundicia de tantos males. Que él era un mesías. Los lacayos se entusiasmaron y ante la próspera promesa, se convirtieron en siervos de su nuevo amo. Cuando sus huestes, multiplicadas por prebendas y con el cerebro lavado, lo llevaron a derrotar a los oligarcas del barrio, el hombrecito se instaló en el palacio y por fin se sintió rey; su sueño fraguaba. Comenzó a dictar edictos todas las mañanas y a tumbar estatuas ecuestres, a derramar el vino y a insultar a todos los sirvientes a quienes tanto les había prometido. Los oligarcas del barrio comenzaron a exiliarse del reino, llevándose todo su oro y sus riquezas. Los lacayos, al ver el desastre, se mataron entre ellos. Pero a pesar de la hecatombe, el pequeño reyezuelo, convertido en un tiranito de alfeñique, siguió gobernando como gran soberano; había descubierto la fórmula mágica, el secreto que lo mantendría siempre en la cúspide: su reino, desde hacía mucho tiempo, había perdido la memoria.

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