Las de su clase, casi todas se veían demacradas, llevaban el ceño fruncido, lloraban o maldecían.
La mía sonreía. Sonreía de oreja a oreja, incluso un poco más que las de nacimiento o matrimonio. Se sabía importante, única. Era toda ella entusiasmo, pues me daba permiso de ser yo misma, responsable de mis aciertos y de mis errores. Gracias a ella, yo dejaba atrás todas mis cadenas y la celda del Qué-dirán. Con fecha 05 01 93, mi acta de divorcio me autorizaba a salir sin chaperones; certificaba la invalidez de mi virginidad y me liberaba de un apellido que pretendía derrocar al mío. Me animaba a experimentar y yo estaba lista para descubrir con ella el mundo.
Mi acta de divorcio, aunque parecía leve, pesaba y a la vez tenía alas. Unas alas enormes.
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