jueves, 12 de octubre de 2023

"Divino Instrumento", Miguel Ignacio Miranda

De los diversos instrumentos inventados por el

hombre, el más asombroso es el libro; todos los demás

son extensiones de su cuerpo… Sólo el libro es una

extensión de la imaginación y la memoria.

Jorge Luis Borges

 

 

 

Sí, maestro, adorable ciego, tiene usted toda la razón. Por algo está usted soñando tangos en su propio Aleph, y nosotros los mortales, lo seguimos añorando cada octubre, en cada oportunidad de espetarle a la Real Academia Sueca que usted nunca recibió el Nobel, el galardón que el Siglo XX, Cambalache, nunca le otorgó. Pero permítame contrapuntearlo un poquito; usted sabe —porque debe saberlo en su omnipotencia de dios literario— que yo amo los libros, si viera cómo extraño a mi pequeña biblioteca que dejé allá en el trópico por venir a buscar la vida al norte. Desde luego nunca, ni con la mayor imaginación, se podría comparar con la suya, o donde usted trabajaba, o las que visitó. No, la mía era la de un amateur, un advenedizo que sueña con ser escritor. Y amo los libros porque, y aquí entra usted; son la extensión de la imaginación y de la memoria. Usted, don Jorge Francisco Isidoro Luis, Borges Acevedo, digamos que era lo suficientemente mamón para desterrar a los demás inventos que son, como bien dice, extensiones del cuerpo. Su genialidad literaria lo privó de cosas mundanas, por eso odiaba el futbol y, posiblemente, hasta el tacto maravilloso de un cuerpo de mujer. Ya ni le cuento de sentir el viento en la cara, montando una bicicleta. Y es donde le pido que me deje exponer mi teoría y donde debo agradecerle que esté usted bien muerto, porque si estuviera vivo, no habría posibilidad alguna de interpelarlo: El invento más maravilloso del mundo —después del libro, concedo gustoso— es la bicicleta por una simple y sencilla razón, después de domesticar al caballo, grandísima idea, más no invento del hombre moderno, la bicicleta se convirtió en la portadora del equilibrio. Máquina magnífica y al mismo tiempo simple, un amasijo de tubos interconectados, palancas matemáticas, piñones, bielas y estrellas, alambres y caucho, que requieren de quien la monte el constante pedaleo. Un caballo, cuando se le monta, tiene vida propia, la bicicleta corre gracias a la fuerza de las piernas del ciclista; quien la monta otorga el ritmo, la velocidad controlada de la libertad, el combustible de la propia sangre. Adicionalmente está la observación del paisaje; en ningún otro invento, salvo en la imaginada realidad del libro, se puede viajar de tan humana manera que en una bicicleta. Así que, deme licencia de imaginarlo a usted, don Isidoro Borges, como el hombre anodino que nunca fue, que tal vez nunca imaginó, montando una bicicleta por las calles de su Palermo natal, con los ojos llenos de vista, sintiendo el viento en el rostro, la sangre espabilada en su anatomía, pedaleando rumbo a la Bombonera, para ver al Boca Juniors y deseando magrear a una morocha. 



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