En los noventa, entre la clase media y
media alta de la Ciudad de México todavía era motivo de orgullo que una hija
terminando una carrera fuera entregada por sus padres y vestida de blanco a su
futuro esposo en la iglesia. En honor a ello y a la culminación de su
responsabilidad, echaban la casa por la ventana, ofreciendo una espléndida fiesta.
Yo
pensé que había sido un error ese mismo día. Poco después de graduarme, huyendo
de mi larga y tormentosa relación con E, y siguiendo el protocolo, me casé con
P. Al entregar mi ramo de novia a la virgen pensé en E y un llanto desequilibrado
me amenazó.
Con
esa boda de final feliz (influencia de Walt Disney) el 19 de noviembre de 1991 concluía
con mi deber como hija buena. Monseñor Q, quien me había dado la primera
comunión, oficiaba la misa.
Para
mí era importante que mi madre creyera que yo había cumplido. Para mi padre era
importante ofrecer la fiesta que mi madre deseaba. Para mi madre era importante
la opinión de la gente.
La
luna de miel confirmó lo que yo ya sabía.
Esperé
unos meses y me armé de valor. Le dije a P que no me gustaba estar casada. Me
respondió que yo lo había jurado y como su esposa, tenía deberes ante Dios.
¿Qué
Dios no sabe que los humanos hacemos estupideces?, pensé.
Cuando
se lo dije a mi padre, me sorprendió en él un semblante que jamás había visto:
dejó de bromear y me habló de la importancia del compromiso. Mi madre me
preguntó si P me hacía algo. Nada, no me hacía nada.
Atormentada
por lo que significaba que su hija de veinticuatro años se convirtiera en una Mujer
Divorciada, llamó a monseñor Q. Él le
contestó que Dios es benévolo y sabe lo que hay en el fondo de nuestros
corazones. Me pareció lo más sensato que había escuchado e hice de esa línea mi
religión.
Un
par de meses después, el abogado, novio de mi tía, arregló la firma sin
necesidad de reunirme con P. Festejaba mi cumpleaños, y el precio que pagué por
el título de Mujer Divorciada me pareció poco, pues en la sociedad de aquel
entonces, incluía la libertad.
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