sábado, 5 de marzo de 2022

"El bolso de Isabel" por Diego Covarrubias


 

Cuando Mariel terminó de leer su cuento, una neurona que pasaba frente al lóbulo frontal de mi cerebro, -y que no tenía nada mejor que hacer-, decidió que faltaba algo en el bolso de Isabel que explicara su longevidad, su frialdad, su lealtad a un consorte ojialegre y autoritario y su capacidad para engendrar una progenie variopinta.  Algo que no solo explicara sus hábitos y sus manías como lo puede explicar todo lo que Mariel nos dijo que había en su bolso: un lápiz de labios, un gancho, pastillas de menta, pañuelos de papel, un estuche de lentes, fotografías familiares, un amuleto, una pluma, un crucigrama y un billete de diez dólares, sino que además ese algo explicara también su eterna sonrisa de estatua de cera, que parece estar ocultando siempre sus verdaderas intenciones. Se sabe que las neuronas son chismosas por naturaleza, y así, lo que empezó como la inquietud de una, pronto se extendió a otra, y a otra, y a otra, y de pronto, más de la mitad de mis neuronas se infectaron de la misma duda, lo que ocasionó un estado generalizado de obsesión en mi cerebro. Hubo una sesión extraordinaria en el hipotálamo, seguida de un referendo, en el que se decretó, por mayoría absoluta, la urgente necesidad de resolver este enigma. Mi mente se ha regido siempre bajo los principios de la democracia; lo que la mayoría de las neuronas quiere se hace jurisprudencia, se eleva a rango constitucional y se convierte en mandato.

          No sería fácil resolver la incógnita.  Imposible pensar en llegar al Palacio de Buckingham, tocar el timbre, y decirle a uno de esos guardias que parecen chambelanes de fiesta de quince años: "Oiga señor, ¿me dejaría echar un vistazo al bolso de la reina?" Tenía que pensar en algo más sutil y elaborado, pero, en cualquier caso, lo primero era ir a Londres, lugar de residencia de su benemérita y sacrosanta majestad. Así que por esto o por aquello, a los dos días me vi a bordo de un Boeing 747 de British Airways, que diez horas después me deposito en calidad de hombre con una misión importante en el aeropuerto de Heathrow.

          Isabel Alejandra María Windsor nació en Londres en 1926. Ejerce el oficio de reina del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte desde 1952. Es decir, Su Majestad está por cumplir un siglo de vida y 70 años de ser reina. Esta cronología me daba dos certezas: tenía que apresurarme en elaborar un plan, cualquiera que fuera, para sacudirme la obsesión antes de que la señora se me muriera, y tenía que conseguir su agenda de actividades para decidir qué, cómo y cuándo llevarlo a cabo. A eso me avoqué las siguientes dos semanas.

          El día elegido, la reina inauguraba un hospital para refugiados ucranianos en las afueras de Londres. La seguridad era mínima, un poco porque la monarquía inglesa interesa menos que un partido de cricket, y otro poco porque sus apariciones son ya tan breves, esporádicas y monótonas, que caen en el terreno de lo intrascendente. Me aproveché de ambas circunstancias: me acerqué lo más que pude al paso de la comitiva real, y en un descuido de todos, me planté frente a ella, le arrebaté el bolso y vacié sus pertenencias en el piso. ¡La neurona tenía razón!, ahí, entre el amuleto y el crucigrama estaba la respuesta a tantos misterios: un pequeño y reluciente…

          Sentí un golpe seco en mi cabeza, después vi un destello blanco que me cegó, como si un autobús de pasajeros me echara las luces altas en una carretera de ida y vuelta, y después, ya no vi nada.

          Cuando desperté, estaba en una cama de hospital conectado a dispositivos luminosos que emitían sonidos parecidos a los metrónomos que sirven para acompasar orquestas. No me sorprendió verme esposado a los barrotes de la cama, ni que hubiera dos guardias reales parados muy derechitos frente a la puerta del cuarto, ni que dos agentes de Scotland Yard me miraran fijamente con cara de bulldogs enojados y ojos penetrantes como flechas, ni que hubiera un vendaje ajustado en mi coronilla, justo en el lugar donde recibí el golpe. Lo que me sorprendió fue no acordarme de lo que vi. La neurona que originó toda esta hecatombe en mi cerebro estaba haciendo otras cosas al momento de los hechos, y cuando le pregunté si se acordaba qué era el objeto misterioso, ajustó una dendrita que estaba desconectada y se hizo la desentendida.

           Yo sigo con la misma obsesión, ahora exacerbada por la desesperación de saber qué fue lo que vi, y que, gracias al golpe recibido, lo olvidé. Me espera una larga temporada recluido en alguna cárcel londinense, así que tendré tiempo de sobra para hacer una lista de todos los objetos del universo que son pequeños, relucientes, que caben entre un crucigrama y un amuleto, y que, sobretodo,  sirven para explicar la enigmática sonrisa de una reina. 

1 comentario:

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