jueves, 30 de mayo de 2024

"El siguiente", Luis Fernando Redondo

Aquí lo dice bien clarito.

Gregor escucha una voz sin inflexiones. Intenta mirar por encima de los dos hombros que tiene delante al hombre que está siendo atendido. Sólo alcanza a ver la gorra, con la insignia del ministerio, del funcionario al otro lado de la ventanilla.

En verdad, señor, ¿hace diferencia imprimir a una o dos caras?

Mire usted con sus propios ojos. ¿Qué pone aquí?

Disculpe, ¿me guarda el sitio?, pregunta el hombre que Gregor tiene delante. Se le nota nervioso. Necesito ir al baño. Gregor vacila. Considera arriesgado irse, cuando el turno está a punto de llegarle, pero piensa que no es asunto suyo y contesta que sí con la cabeza.

Lo siento, señor, se oye al funcionario sin ninguna concesión en el tono, la norma es clara y si no respetáramos la norma… El siguiente, dice alzando la voz.

El hombre se resiste a abandonar. Habla atropelladamente en una madeja de palabras donde sólo se distinguen tres por-favores y dos hágase-cargos. Los guardias se llevan a la fuerza un bulto negro que mueve inútilmente piernas y brazos. El siguiente, se oye con tono de urgencia. Gregor mira hacia la puerta del baño. Delante de él la espalda del hombre, también de negro, que está siendo atendido. Siente que las manos le sudan. Revisa la carpeta que trae con sus papeles y comprueba que se ha ablandado por el lomo, así que se la cambia de mano. Mira de nuevo hacia la puerta del baño.

No lo entiendo, escucha decir al hombre.

La norma dice: todas las páginas firmadas.

Pero la última está en blanco.

¿Entiende usted la palabra "todas"?

¿Qué sentido tiene la página en blanco?

Gregor vuelve a mirar hacia la puerta del baño. Sigue cerrada. El hombre que está siendo atendido implora, un guardia se acerca y se sitúa detrás de él. Suena un crujido, Gregor mira hacia abajo, el guardia levanta el pie y comprueba. Un insecto repugnante queda aplastado contra el suelo. Gregor mira de nuevo hacia la puerta del baño. Está abierta. Hay una carpeta amarilla tirada en el suelo.

jueves, 12 de octubre de 2023

"Extranjeros", Pilar Carrasco Mahr


En algunas ocasiones una concepción normativa del género 

puede deshacer a la propia persona al socavar su capacidad de continuar

habitando una vida llevadera.

 JUDITH BUTLER


Mi niña-mujer despierta y se toca el cuerpo musculoso, sin saber por dónde o cómo habitarse. Sus pezones son pequeños, como dos volcancitos color marrón que sé que desearía con toda su entraña que brotaran de su piel con una turgencia que gritara que ella es fémina, que tiene toda la conciencia de mujer aunque sus gónadas le griten al mundo que miente, que es una extranjera en su casa, en su cuerpo, en lo que le da tierra y la arraiga. Nunca he tenido que emigrar de mi país, pero he visto a tanta gente que dolorosamente tiene que dejar ese lugar, aquel que les fue otorgado al verlos nacer. Algunos cargan la mirada dolida de la guerra que los ha torturado en su terruño y me he preguntado últimamente hasta dónde puedan seguir amando ese hogar que no los acogió. Veo a mi hija e intento imaginar, por lo que expresa con sus movimientos, su sensibilidad y sus confusas palabras, lo que debe ser sentirse ajena y extranjera en ese cuerpo. No poder descansar en él. Siempre intentando emigrar para ahogarse una y otra y otra vez en la barca de sus anhelos que naufraga en el mar de lo imposible.

Mi hija nació siendo hombre. Con pene, testículos y todo lo que un cuerpo ya determinado sexualmente tiene en su paquete genético para ser llamado varón. Yo la llamo extranjera. Su conciencia parece no tener nacionalidad. Su lucha, que ahora hago nuestra, ha sido un intento de huida permanente. La carne en la que nació y que la debería contener, el cuerpo que la debería amparar que es su hogar, no es reconocido ni por ella, ni por el entorno que la rodea. Nos dice con frecuencia que ni siquiera puede sentir que ella pertenece aquí. Yo asumo que habla del baúl que la denomina, que la determina, que la obliga a definirse como él desea haciéndola  sentir que así y sólo así pertenecerá a él. Ese mundo que no la logra definir porque si se presenta como lo que siente que es, será linchada. Su cuerpo ya no es lugar seguro, ella misma lo repudia y lo siente como un inmigrante pestilente que le amenaza la integridad y la identidad. Pienso con dolor que eso es lo más cercano a vivir en el terror de la guerra, pero una que se lidia en lo profundo de sus entrañas. Me cuenta que ve a los otros como una amenaza porque les representa un horror, no entienden su identidad, hay algo mal en ella por no ser como ellos. Tiene esta cosa la identidad; deseo con fervor saber quién soy, qué me hace ser quien soy, como si uno pudiera a lo largo de la vida saber quién carajos es uno y como si uno alcanzara en algún momento ese saber y lo pudiera dar por cierto. El no saber quién soy, es lo que motoriza la búsqueda de sentido, pero de alguna manera necesito llegar a un puerto seguro que me reciba, que me ampare, que me abrace. Galatea no tiene eso. Así decidió llamarse, un día, uno de los pocos en los que la he visto sonreír nos dijo, desde hoy mi nombre es Galatea. Y esta mierda de mundo, se afana en reconocerla con una lacerante letra T, esa que adorna el arcoíris del prejuicio porque alguien decidió otorgársela como visa de inmigrante de otro planeta. O de un triángulo de las Bermudas libertario y anodino. O proveniente de la tierra lejana de los engendros. 

Gala, como le decimos de cariño, vive atrapada en un cuerpo que asume desde que tenía cuatro años, que no es suyo. "Me lo cambiaron", comenta con una voz que refleja una vergüenza existencial que difícilmente sostendrán sus ojos porque miran siempre al piso. Cuánta tristeza se desborda en su voz cuando nos narra cómo otros ojos mitigan su ser por la forma en la que la ven; le destrozan las ganas, le quitan la voluntad de vivir, quisiera enconcharse para no salir más. ¡La han golpeado tanto! Literalmente. Le he curado tantas veces los moretones y el labio partido. Yo sé, porque una madre lo que no sabe lo intuye, que ella siente que su cuerpo lo merece porque han logrado que lo odie de la misma forma en que es odiado. Yo quiero gritarle al mundo con su dolor de mujer que se fusiona con el mío que a la pinche sociedad le importa poco que sepas quién eres, lo que hace con lo que no entiende y con la diferencia es colocarte, porque te debe colocar en alguna categoría, en el lugar de la monstruosidad. Al parecer, cuando ella intenta deconstruir su identidad, derecho inalienable de cualquier conciencia, desestabiliza los límites del conservadurismo por ser y sentirse diferente. La norma dice que ella debería saber en qué cajón meterse, que cómo se atreve a dudar y pretender ser idéntica a sí misma. Porque todo ente sólo es idéntico a sí mismo. Filosofía simple. El problema de fondo, y llegamos al punto de partida, es la defensa de la frontera. Si atraviesas mi frontera con tu rareza te parto la crisma. Frontera entre géneros, entre países, entre tierras, entre especies. El ser humano se ha ahogado en su ególatra y avara humanidad para castigar al que no lo es su igual o al que no se parece a lo que él, desde su condición hegemónica, ha determinado que debe ser. Se han metido con la identidad de mi niña ahora mujer, y eso sí que no se lo perdono al mundo. He de rebelarme hasta el día que muera, no permitiré que la sigan alentando a odiar al cuerpo que necesita como antena para sentir al mundo. Para navegar en él sin ahogarse. Su metamorfosis ha sido designada parte fundamental de nuestro proyecto de vida. Emigrantes de la norma, de la imposición. Eso seremos. 

Vuelve a amanecer. La miro y de su boca sale una voz grave pero con una cadencia y suavidad propias del que planea remodelar su casa para hacerla completamente suya aun sabiendo que tendrá que tirar algunos muros de carga. Aun a riesgo de desestabilizar sus entrañas para seguir buscando el camino que la guíe al sentido de descubrir quién puede ir siendo con toda su singularidad y a pesar de vivirse tan ajena a este mundo que la desprecia.

No la entendimos al principio. Ni yo, ni su padre, ni sus hermanos. Aún sufrimos el repudio de la mayoría de la familia extendida. Perdón por eso, hija, dicen que lo personal es político y no hay lugar en donde tuviste que jugar más la perversidad de lo político que en nuestra casa, con el condicionamiento de lo que debió ser siempre incondicional para ti, el amor de tu familia. Todos somos en el fondo monstruos, no hacemos otra cosa que tratar de maquillarnos, de intentar ser como el otro para pertenecer a esta sociedad podrida y estigmatizante. La rigidez del género nos ha convertido en una manada de monstruos intentando defender un terreno al que le amenaza lo desconocido. Renunciamos a este mundo, conquistemos nuevas tierras. Viajaremos contigo, pelearemos con dragones, seremos nómadas, emigrantes, buscadores de tesoros. Llámenos ahora, a esta familia de engendros y locos, extranjeros.  



"Himen", por Mariel Turrent


Discreto guardián, prácticamente un espectro. Quizá mi modelo no lo traía de fábrica. No sé si venía conmigo. Si fue así, en algún momento debo haberlo perdido. O tal vez se fue por su propio pie y sin despedirse, en un evento fantasmagórico. 

"Parteaguas", Mariel Turrent

 

 

En los noventa, entre la clase media y media alta de la Ciudad de México todavía era motivo de orgullo que una hija terminando una carrera fuera entregada por sus padres y vestida de blanco a su futuro esposo en la iglesia. En honor a ello y a la culminación de su responsabilidad, echaban la casa por la ventana, ofreciendo una espléndida fiesta.

            Yo pensé que había sido un error ese mismo día. Poco después de graduarme, huyendo de mi larga y tormentosa relación con E, y siguiendo el protocolo, me casé con P. Al entregar mi ramo de novia a la virgen pensé en E y un llanto desequilibrado me amenazó. 

            Con esa boda de final feliz (influencia de Walt Disney) el 19 de noviembre de 1991 concluía con mi deber como hija buena. Monseñor Q, quien me había dado la primera comunión, oficiaba la misa.

            Para mí era importante que mi madre creyera que yo había cumplido. Para mi padre era importante ofrecer la fiesta que mi madre deseaba. Para mi madre era importante la opinión de la gente.

            La luna de miel confirmó lo que yo ya sabía.

            Esperé unos meses y me armé de valor. Le dije a P que no me gustaba estar casada. Me respondió que yo lo había jurado y como su esposa, tenía deberes ante Dios.

            ¿Qué Dios no sabe que los humanos hacemos estupideces?, pensé.  

            Cuando se lo dije a mi padre, me sorprendió en él un semblante que jamás había visto: dejó de bromear y me habló de la importancia del compromiso. Mi madre me preguntó si P me hacía algo. Nada, no me hacía nada.

            Atormentada por lo que significaba que su hija de veinticuatro años se convirtiera en una Mujer Divorciada, llamó a monseñor Q.  Él le contestó que Dios es benévolo y sabe lo que hay en el fondo de nuestros corazones. Me pareció lo más sensato que había escuchado e hice de esa línea mi religión.

            Un par de meses después, el abogado, novio de mi tía, arregló la firma sin necesidad de reunirme con P. Festejaba mi cumpleaños, y el precio que pagué por el título de Mujer Divorciada me pareció poco, pues en la sociedad de aquel entonces, incluía la libertad.

"Libertad incondicional", Mariel Turrent


 

Las de su clase, casi todas se veían demacradas, llevaban el ceño fruncido, lloraban o maldecían.

          La mía sonreía. Sonreía de oreja a oreja, incluso un poco más que las de nacimiento o matrimonio. Se sabía importante, única. Era toda ella entusiasmo, pues me daba permiso de ser yo misma, responsable de mis aciertos y de mis errores. Gracias a ella, yo dejaba atrás todas mis cadenas y la celda del Qué-dirán. Con fecha 05 01 93, mi acta de divorcio me autorizaba a salir sin chaperones; certificaba la invalidez de mi virginidad y me liberaba de un apellido que pretendía derrocar al mío. Me animaba a experimentar y yo estaba lista para descubrir con ella el mundo.

          Mi acta de divorcio, aunque parecía leve, pesaba y a la vez tenía alas. Unas alas enormes.

 

"Divino Instrumento", Miguel Ignacio Miranda

De los diversos instrumentos inventados por el

hombre, el más asombroso es el libro; todos los demás

son extensiones de su cuerpo… Sólo el libro es una

extensión de la imaginación y la memoria.

Jorge Luis Borges

 

 

 

Sí, maestro, adorable ciego, tiene usted toda la razón. Por algo está usted soñando tangos en su propio Aleph, y nosotros los mortales, lo seguimos añorando cada octubre, en cada oportunidad de espetarle a la Real Academia Sueca que usted nunca recibió el Nobel, el galardón que el Siglo XX, Cambalache, nunca le otorgó. Pero permítame contrapuntearlo un poquito; usted sabe —porque debe saberlo en su omnipotencia de dios literario— que yo amo los libros, si viera cómo extraño a mi pequeña biblioteca que dejé allá en el trópico por venir a buscar la vida al norte. Desde luego nunca, ni con la mayor imaginación, se podría comparar con la suya, o donde usted trabajaba, o las que visitó. No, la mía era la de un amateur, un advenedizo que sueña con ser escritor. Y amo los libros porque, y aquí entra usted; son la extensión de la imaginación y de la memoria. Usted, don Jorge Francisco Isidoro Luis, Borges Acevedo, digamos que era lo suficientemente mamón para desterrar a los demás inventos que son, como bien dice, extensiones del cuerpo. Su genialidad literaria lo privó de cosas mundanas, por eso odiaba el futbol y, posiblemente, hasta el tacto maravilloso de un cuerpo de mujer. Ya ni le cuento de sentir el viento en la cara, montando una bicicleta. Y es donde le pido que me deje exponer mi teoría y donde debo agradecerle que esté usted bien muerto, porque si estuviera vivo, no habría posibilidad alguna de interpelarlo: El invento más maravilloso del mundo —después del libro, concedo gustoso— es la bicicleta por una simple y sencilla razón, después de domesticar al caballo, grandísima idea, más no invento del hombre moderno, la bicicleta se convirtió en la portadora del equilibrio. Máquina magnífica y al mismo tiempo simple, un amasijo de tubos interconectados, palancas matemáticas, piñones, bielas y estrellas, alambres y caucho, que requieren de quien la monte el constante pedaleo. Un caballo, cuando se le monta, tiene vida propia, la bicicleta corre gracias a la fuerza de las piernas del ciclista; quien la monta otorga el ritmo, la velocidad controlada de la libertad, el combustible de la propia sangre. Adicionalmente está la observación del paisaje; en ningún otro invento, salvo en la imaginada realidad del libro, se puede viajar de tan humana manera que en una bicicleta. Así que, deme licencia de imaginarlo a usted, don Isidoro Borges, como el hombre anodino que nunca fue, que tal vez nunca imaginó, montando una bicicleta por las calles de su Palermo natal, con los ojos llenos de vista, sintiendo el viento en el rostro, la sangre espabilada en su anatomía, pedaleando rumbo a la Bombonera, para ver al Boca Juniors y deseando magrear a una morocha. 



jueves, 31 de marzo de 2022

"Detrás de las paredes", de Diego Covarrubias


 

—No es la primera vez que lo escucho —confesó Camila.

          —¡Qué miedo! No puedo creer que haya un hombre viviendo detrás de las paredes de nuestro cuarto. —Beatriz abrazó a su muñeca, protegiéndola.

          —No es uno, son muchos. ¡Ahora los oigo!

          Camila pegó la oreja a la pared y se llevó el dedo a los labios pidiendo silencio.

          —¿Qué dicen? —preguntó Beatriz.

          —Parecen nerviosos, como si tuvieran miedo.

          —No me asustes. Por favor concéntrate y dime qué dicen.

          Con la oreja en el muro, Camila cerró los ojos y después los abrió lentamente.

          —Dicen que escuchan las voces de unas niñas detrás de las paredes de su cuarto.

"El siguiente", Luis Fernando Redondo

Aquí lo dice bien clarito. Gregor escucha una voz sin inflexiones. Intenta mirar por encima de los dos hombros que tiene delante al ho...